ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí comienza el fuego

3.2.11

Cuando leí La Invitada

La joven toma el café entre sus manos.
El balcón parece ser el lugar ideal para sumergirse en letras y oraciones.
Sus pies cuelgan, balanceándose en el aire.
Es verano, y el calor se siente pegado sobre cada poro de su piel.
El libro la atrae, claro está, pero el reflejo anaranjado sobre las hojas la hace sonreír y distraerse.
Ya es lejano el recuerdo de aquella sonrisa que inició todo, y los libros pueden pretender engañarla, pero sabe que su complejo de estructura va más allá que cualquier sonrisa oculta.
Las palabras son más claras, y más precisas cuando uno intenta refugiarse inicialmente en conclusiones.
Y la belleza se resguarda, alerta, implícita en cada boca, cada labio.
Hoy intentó valerse por su cuenta, sentir el estupor más cerca de lo normal.
Saborear el vértigo de la incertidumbre, el reflejo inconsciente.
Le encanta soñar. Le gusta soñar antes de despertarse, porque puede recordar cada trayecto de su viaje. Le gusta recordar los rostros, captar las miradas.
Interpretar a ese mortal, presente en cada nota, cada palabra.
Algunas veces se avergüenza de su memoria, y de recordar cada instante, cada decisión tomada a través del tiempo.
Es un plazo fijo, una ensoñación perversa. Es aplicarse deliciosamente junto al otro, tocarse las palmas de la mano y sentir el pulso latente. Besar un párpado, hallarse pura.
La finalidad no importa cuando sale de un mismo, y si puedo interpretarme inconscientemente soy tan solo un calco efímero de mi sentido.

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